En un tiempo en el que las actividades de montaña cada vez tienen mayor relación con la velocidad, la búsqueda de los límites físicos y la competición, el vivac sobre cimas aparece casi como un movimiento a contra corriente. Se trata de una actividad tranquila, basada en la contemplación y el disfrute de algunos de los mayores espectáculos de la naturaleza: el amanecer, la puesta de sol y un firmamento poblado por millones de estrellas. Pero es, también, una gran aventura que exige tener en cuenta varios aspectos.

Dormir al raso es algo que normalmente “toca hacer” en el contexto de una actividad de montaña de más de una jornada. Tal vez porque hemos hecho la aproximación hasta una zona de escalada de alta montaña y queremos dormir a pie de vía para ponernos a escalar bien temprano; tal vez porque estamos haciendo una ruta de varios días y no todas las jornadas terminan en refugio; quizá porque nos hemos embarcado en una ultramaratón y decidamos descansar unas cuantas horas por la noche… En cualquier caso, el vivac suele ser una especie de trámite más o menos placentero, pero no el objetivo mismo de la actividad.

Y sin embargo, convertir el vivac en el fin último de nuestra salida a la montaña puede convertirse en una experiencia increíblemente satisfactoria. Si además decidimos hacer ese vivac en la cumbre una montaña, le experiencia tiene algo de mágico. Por un lado el espectáculo de la puesta y el amanecer sobre un paisaje de picos y valles extendido a nuestros pies es algo difícil de superar; por otro, el hecho de estar allí arriba cuando el sol escapa añade cierta emoción de aventura. De hecho, las primeras veces, es habitual que, por un momento, justo cuando el sol roza el horizonte y la oscuridad avanza a nuestra espalda, nos sintamos tentados de escapar hacia la seguridad del valle. Pero de resistir ese impulso (y siempre que hayamos planificado bien la actividad) lo que nos queda por delante es una noche increíble con el mundo debajo de nuestra cama.